sábado, 2 de septiembre de 2017

Crónica de carrera: K21 Villa Pehuenia


El 27 de agosto corrí en Villa Pehuenia, una pequeña localidad en la costa norte del lago Aluminé, en la provincia de Neuquén, Argentina. Lo que sigue es una larga crónica de ese viaje y la experiencia de andar en zapatillas en nieve y hielo por primera vez.

Ida: el juego de la silla
El viaje de ida fue más largo de lo que esperaba. Luego de dormir alrededor de tres horas, la madrugada del jueves 24 salí hacia Aeroparque. La partida estaba programada para las 07:40. Cuando ya había pasado los controles de seguridad, por los parlantes anunciaron que el vuelo estaba demorado. Agradecí tener conmigo unas bananas y un mix de frutos secos. Me compré un café doble, lo tomé y me senté a esperar. Para aprovechar el tiempo, me puse los auriculares y empecé a meditar (estoy dando los primeros pasos en ese campo; practico todas las mañanas y todavía no sé si me gusta). En medio de la sesión de meditación, una señora me sacudió el hombro a la voz de "permiso", para que corriera la mochilita de hippie con Osde que había dejado en el asiento de al lado. Poco después llamaron para embarcar.

En el colectivo que nos llevó desde la terminal aérea hasta el avión, a mi lado iban una periodista y un camarógrafo. Ella hablaba de cómo, en el pueblo de donde era, todo el mundo conduce desde pequeño. "Mi hermano, cuando empezó a manejar, era tan chico que no le daba el largo de las piernas para pasar los cambios. Cada vez que tenía que apretar el embrague, se le paraba encima y desaparecía bajo el volante". En realidad, la periodista no decía embrague. Decía embriásh. El hermanito apretaba el embriásh. "Si venía alguien de frente, le daba la sensación de que el auto se manejaba solo. ¿Entendés?" El camarógrafo entendía.
El colectivo paró junto al avión. A pesar de que el vuelo estaba casi completo, en la fila que me tocó no había nadie (más tarde, con el traslado en tierra, no tendría la misma suerte). El comandante se disculpó por la demora y partimos. Dos horas después aterrizamos en Neuquén.
Tomé un segundo café con dos empanadas de pollo en el único bar del aeropuerto. Al mediodía llegó el micro Albus que una vez por día cubre la distancia entre la ciudad de Neuquén y Villa Pehuenia. En teoría, el viaje dura siete horas (la realidad fue un poco distinta). Al subir, encontré que en mi asiento había un señor de alrededor de sesenta años, con pelo blanco y tupido. "Perdón...", balbuceé tímidamente, pasaje en mano. Y antes de que pudiera terminar la frase, el hombre me miró con cara de pocos amigos. "Acá da todo lo mismo - dijo el señor. Hay lugar de sobra". (Por un instante, por un ligerísimo instante, estuve a punto de rendirme ante la mirada firme del señor de pelo blanco. A fin de cuentas, ¿qué tenía de especial el asiento 28A? Podía usar el 29A o el 33B, o algún otro que estuviera libre ¿no?. Quizás el señor tenía razón. Quizás daba igual todo igual. Pero después pensé que tal vez, mientras yo estuviera cómodamente sentado dormitando feliz en el 29A o el 33B, en una parada cualquiera subiría alguien con un pasaje para el 29A o el 33B a quien no le daría todo lo mismo como al señor, y yo tendría que embarcarme en una segunda negociación innecesaria sobre el asiento en plena precordillera neuquina). No me moví; permanecí parado al lado de mi 28A. "Bueno", dijo el señor canoso revoleando los ojos. "En el micro hay lugar para todo el mundo, pero si vos querés sentarte justo acá, no hay ningún problema". Se incorporó muy lentamente, tomó el bolso y el abrigo con los que se había apropiado también del 28B, levantó el culo del 28A y mientras me pasaba a pocos centímetros de la cara, me preguntó: ¿Vos no sos de acá, no?. Y yo: No.
-Vas a Pehuenia?
-Sí.
En camino de Neuquén a Pehuenia
-Vas a competir?
-Sí.
-Con razón. Tenías cara de k21.
Lo tomé como un halago. Me senté en el 28A y traté de dormir un rato. El bus se detuvo a mitad de camino. Había mal tiempo. ¿Señal de celular? Te la debo. Viento fuerte y hielo sobre la ruta obligaron a poner cadenas en las ruedas, tarea que emprendieron los dos choferes ayudados por otros tantos policías que venían a bordo. Algunos de los viajantes, entusiasmados, bajaron a ver la maniobra. Con un principio de mareo (viajar en un vehículo cerrado no está entre mis actividades favoritas), opté por quedarme en mi asiento y tratar de relajar el estómago. A los pocos minutos, quienes habían bajado volvieron restregándose las manos y con la curiosidad congelada por el viento. Después de un rato, ya encadenado, el micro arrancó otra vez y seguimos avanzando a marcha lenta. Llegamos a Villa Pehuenia ocho horas después de haber salido. Mi anfitrión me estaba esperando. Me puse las botas de goma, bajé a la calle nevada y oscura, y en pocos minutos estuvimos en la hostería.


Paseo y preparativos

Laguna verde
El viernes, al subir a desayunar tuve una sorpresa que me puso muy feliz. Me había hecho a la idea de que en la mesa de desayuno encontraría el clásico argentino; es decir, una combinación que desborda de harina blanca y azúcar, sin fibra ni vegetales ni nada que no sea dulce y que, en su versión típica se presenta en forma de café malo, pan blanco, mermeladas, budines y facturas. Sin embargo, había una bandeja con gran variedad de fruta fresca, una granola casera espectacular, semillas, pasas y yogur. Al probarlo, se me iluminó la cara. ¡Era yogur de verdad! "Los yogures que venden acá son una porquería llena de azúcar y gelatina. A veces se consigue uno en frasco de vidrio, pero es carísimo. Por eso preparamos casero". Creo que a partir de ese momento, me enamoré de Mikael, Andrea y su hostería.
Luego del desayuno fui a caminar con Chopper, guía local que resultó ser también entrenador y ex corredor de ultra distancias (carreras de más de 42 km.). El día estaba soleado y, a paso muy tranquilo, hicimos 14 km a pie hasta la laguna Verde, un pequeño espejo de agua entre los lagos Moquehue y Aluminé. Chopper me contó que, para proteger los pies en carreras largas, él se ponía cinta médica y luego aplicaba vaselina para quedar a salvo de los efectos de la fricción.

El sábado fui a buscar el chip y el número. La organización decidió hacer la entrega a 10 kilómetros del pueblo, en la confitería del centro de esquí en el cerro Batea Mahuida, administrado por la comunidad mapuche local. Corredoras y corredores estuvieron dando vueltas por el pueblo, buscando la forma de llegar al punto de entrega. La organización había puesto un micro, pero hubo algunos errores de comunicación y mucha gente no se enteró.

Cada quién con su porqué
La noche anterior a la carrera me desperté varias veces, pero en vez de comerme la cabeza con que estaba durmiendo mal, traté de navegar la situación lo mejor que pudiera. Esto es algo que estoy intentando poner en práctica desde que empecé a meditar. Algunas veces funciona mejor que otras.
Me levanté a las siete, hice mi sesión matutina de meditación (esta vez sin interrupciones) y subí a desayunar. Todos los pasajeros estábamos allí para la carrera. Con eso en mente, Mikael y Andrea habían preparado un menú incluso mejor que el de los días anteriores.
En una de las mesas estaban Neil Calwood y su esposa Nora, de Bariloche. Él es flaco, alto y participa por tercer año consecutivo. Mientras Neil corre, Nora esquía. Como estoy indeciso, le pregunto a Neil si va a usar pantalones cortos o largos. No lo duda un instante: "Con este frío, ¡largos!" Me cuenta que él siempre usa un pantalón de jogging. Además de quedarle cómodo, crea una cámara de aire que lo mantiene calentito. "Lo malo es que también te frena un poco, porque produce resistencia. Pero a mi edad no generás tanto calor y es importante mantener la temperatura". Sí, Neil es competitivo. Tiene 74 años.
Christian (izq.), Alejandra y Neil
En otra mesa Christian Acosta y Alejandra Verzelli especulan sobre cómo estará el tiempo durante la carrera. Llegaron desde Aldo Bonzi, en la provincia de Buenos Aires. Christian es ferroviario de la línea Belgrano Sur y cuando empezó a correr (hace un par de años) pesaba 130 kilos. Me muestra una foto de esa época. Lo reconozco, pero la diferencia es notable. Hoy pesa 100 y está organizando una carrera en La Matanza para los empleados y amigos del ferrocarril, “porque los ferroviarios somos todos gordos”. Contento y motivado, en una segunda foto exhibe orgulloso el diseño de las camisetas que él mismo preparó para la competencia. El sindicato le está dando una mano con la logística (ambulancia, corte de calles, policía, etc.). Alejandra también corre. Juntos han participado en carreras en Tandil y en Balcarce.
Desde una tercera mesa, alguien me pregunta si le podría prestar un cargador para su reloj. Es Alejandro Romero, de Banfield, otro competitivo corredor amateur que busca sumar puntos en la categoría de 10 km. El comedor desborda de expectativa. Luego de desayunar, bajo a cambiarme y enseguida salgo hacia el punto de largada.

Lluvia, nieve, lluvia
Llovía y estaba fresco, pero no había viento. Entre las tres categorías (5, 10 y 21 km.) se habían inscripto 750 personas. La salida fue frente a la biblioteca de Pehuenia, hacia la ruta provincial 13. Poco después, mientras quienes corrían 5 km. se desviaban del camino principal, tuve que quitarme los anteojos y dejarlos colgando porque se me empañaban y me molestaban para ver. Luego de un primer tramo por ruta se entraba hacia arriba por una picada en el bosque de araucarias. A partir de allí, casi todo el recorrido fue sobre nieve, o nieve y hielo. Tanto en la salida como en los primeros tramos en subida, avanzábamos bajo una lluvia débil. Poco a poco la lluvia se convirtió en nevada.
En el primer puesto de hidratación agarré un vaso con agua. Eran de plástico blanco. Tomé y se lo devolví a la misma persona que me lo había dado lleno. Unos metros más allá del puesto empezaba un sinfín de basura. Me cuesta entender qué pasa por la cabeza de quienes tiran residuos al piso. ¿Es que no les importa? ¿Creen que después alguien va a encontrar esa enorme cantidad de vasos blancos en un circuito de blanca nieve en el que, además, estaba nevando? En otras competencias, la organización pide que quienes corren entreguen sus residuos en un puesto de hidratación o que los bajen hasta la llegada. En este caso, no hubo mensajes de este tipo por parte de los responsables de la carrera.
Fuimos subiendo por un bosque de araucarias muy lindo. Mi plan era no zarparme en la larga pendiente ascendente que cubría la primera mitad del recorrido. Pensé en ir tranqui hasta arriba y luego, si podía y me sentía bien, acelerar en la bajada.
La senda estaba marcada con cintas naranja y el avance durante esa primera mitad fue lento. Ahí recordé un comentario que me había hecho Neil esa mañana durante el desayuno: "si hay nieve en el camino y avanzás en fila india, tené cuidado cuando quieras pasar a alguien, porque la senda por la que subas quizás sea de hielo firme por las pisadas de quienes subieron antes, pero a los costados podés encontrarte con nieve floja y no sabés lo que hay debajo; puede ser un pozo, una piedra, ramas…". El consejo me sirvió. De todos modos, en algún momento pisé al costado y me hundí. Otra sugerencia que me dio Neil fue que cuando vas avanzando hacia abajo por una picada de hielo, a veces te conviene ir con las piernas un poco abiertas, pisando en las “paredes” de la picada en vez de en el centro, para no perder el control.
Durante la acreditación me había fijado dónde habría puestos de hidratación, recordando que en la Champa Ultra Race los puestos no estaban exactamente donde decía la info previa. Acá pasó lo mismo. Además de estar en otros lados, me dio la sensación de que había más puestos de los anunciados. De todas maneras, salvo esa primera parada breve para tomar agua, no usé los puestos en todo el recorrido. Tenía líquidos y comida de sobra. Al llegar al segundo puesto estaba la bifurcación para los que hacían 10 km. El resto seguimos subiendo. La trepada terminó en el centro de esquí de Batea Mahuida. Había mucho hielo y estaba resbaladizo. Un par de personas de Gendarmería y del centro de esquí marcaban el camino. Era muy divertido el contraste entre la gente que pasaba cómodamente en esquíes y ese curioso grupo de quienes, revoleando los brazos para no perder el equilibrio, tratábamos a avanzar con zapatillas sobre la superficie helada. En cierto lugar, la pendiente estaba muy resbaladiza; un empleado del centro de esquí me avisó que los que iban más adelante habían hecho culipatín. Mientras empezaba a bajar con pasos cortos y mucho cuidado, fui pensando en mis posibilidades. La idea de deslizarme hacia abajo sentado me gustaba, pero tenía la mochila en la espalda y no quería hacerla mierda. Además, como estaba en shorts, me preguntaba si resbalaría bien (ahora me doy cuenta de que en ese momento no se me ocurrió lo loco de bajar haciendo culipatín sobre el hielo con unos shorcitos runner). Mientras rumiaba todo esto, la naturaleza decidió por mí: resbalé y caí de culo en el piso.
Si nos caemos, nos caemos bien
Era más fácil seguir así. En vez de tratar de levantarme, le avisé a la chica que estaba adelante que la iba a pasar, me adelanté por el costado con la cabeza a la altura de sus rodillas y seguí deslizándome para abajo unos cuantos metros. Al ceder un poco la pendiente, me paré y empecé a trotar. Estábamos justo frente a la entrada de la confitería del centro de esquí y había un pequeño grupo de gente que alentaba. Poco más adelante un gendarme me indicó donde quedaba el último puesto de hidratación. La gente allí fue muy amable y cuando me vieron llegar enseguida ofrecieron agua y comida. Todavía tenía bastante en la mochila, así que en lugar de detenerme, les agradecí y seguí de largo. "Guarda con la bajada, que está resbaladiza", oí que me decían mientras salía hacia el camino de autos por el que habíamos subido en la Land Rover de Neil el día anterior para buscar los kits. En medio de la bajada, la nevada se convirtió en lluvia y me crucé con Christian, el compañero de la hostería. Intercambiamos dos palabras, le deseé éxito en lo que quedaba de carrera y seguí para abajo. Se lo veía muy bien y yo también estaba disfrutando. En general, durante la carrera me sentí fuerte y estable. En las etapas más avanzadas tuve una molestia en los abdominales y no me asusté, sino que me recordé que era normal y que tenía que correr con esa molestia. De todos modos, fue mucho más suave que  el dolor que había sentido ahí mismo durante mi primer maratón.
Los últimos dos kilómetros crucé a varias personas que estaban dando lo mejor de sí para llegar. Una chica me dijo que tenía tenía frío, otro se movía como podía, con el rostro desencajado por el esfuerzo. Traté de alentar a quienes vi peor. Poco después crucé la meta. Tomé un vaso de bebida deportiva y dos cuartos de naranja. Me dieron la medalla, me quitaron el chip y luego una mujer se ofreció para sacarme una foto (con los dedos un poco hinchados, mojados y duros, luego de varios intentos yo estaba perdiendo la lucha por sacarme una selfie).
La foto es mala, pero el sándwich estaba tremendo
Neil me había dicho que en el edificio grande al lado de la llegada había baños, así que me acerqué. Al entrar, mientras que en una punta estaban entregando premios, en la otra vendían comida. Ni lo dudé. Compré un sándwich de pastrón, repollo, zanahoria y cebolla que me pareció lo más rico del mundo mundial. A trote lento y bajo la llovizna recorrí los dos kilómetros que me separaban de la posada. Cuando llegué me di una ducha y me eché a descansar. A las once de la noche salí en el micro hacia Neuquén. Estaba lleno de gente que había corrido la carrera. También subió el señor canoso de la ida. Esta vez, se sentó en la butaca de otro.
Hasta la próxima.



Extra para nerds: ¿Qué me pongo?
De abajo hacia arriba, el equipo por el que opté fue: cinta médica gruesa en las caras interna y externa de los pies a la altura del nacimiento de los dedos. Por encima de eso, vaselina. Zapatillas de trail, pantorrilleras de compresión y medias largas (esto lo hice más que nada para mantener calientes las piernas). Unos calzoncillos deportivos que llegan casi hasta la rodilla, pantalón corto, monitor cardíaco (para evaluar variables post-carrera), vaselina en ingle y pezones. Remera finita de manga larga, buzo, la remera de la carrera y guantes. En la espalda, mochila de hidratación con dos litros de agua. Como esta carrera es parte del entrenamiento para el maratón de Buenos Aires de octubre 2017, decidí probar un par de cosas nuevas con la alimentación; llevé chocolate amargo (nunca más) y gomitas (tampoco). En el bolsillo de la mochi también llevé un silbato (por si me perdía) y un rompevientos flúo, por si se ponía demasiado frío. En la cabeza, cuello multifunción (también conocido como buff), protector solar, gorra y anteojos para sol.
Eso es todo. Si tenés alguna pregunta, comentario, crítica, etc., por favor dejalo acá abajo. Gracias!

sábado, 19 de agosto de 2017

Dolor


 La primera mentira
“El lugar olía fuerte a alcohol. Cuando el especialista en oídos abrió el esterilizador hubo un chirrido. Al ver la aguja en su mano (era tan larga como la regla que yo llevaba en mi cartuchera) me puse tenso. El doctor sonrió con una sonrisa que transmitía confianza y dijo la mentira por la que los médicos deberían ir presos (y con condena doble para los que mientan a un chico): 'Relajate, Stevie, no te va a doler'. Le creí. Deslizó la aguja dentro de mí oído y me pinchó el tímpano. Jamás sentí un dolor tan fuerte en mi vida. Lo único que se le acerca es cuando una camioneta me atropelló en 1999. Ese dolor duró más, pero no fue tan intenso. El pinchazo en el tímpano produjo un dolor más allá de todo. Grité. Adentro de mi cabeza hubo un fuerte sonido, como de beso. Del oído me empezó a salir un líquido caliente, como si estuviera llorando por el agujero equivocado. Dios sabe que, a esa altura, ya estaba llorando lo suficientemente fuerte por los agujeros correctos”.

Por lo que recuerda, la primera vez que Stephen King fue al otorrinolaringólogo no la pasó muy bien. Al lado de lo del pobre Stephen, el dolor que sentí durante mi primer maratón no fue nada. Sin embargo, ahí estaba. Empezó como algo sutil. Una molestia imprecisa en algún lugar de la cintura para abajo. Hacía poco que había pasado el control del kilómetro 21 y a esa altura de la carrera ya no se oía tanta gente charlando. La masa avanzaba un tanto desperdigada y silenciosa, salvo por algunas respiraciones que se fueron haciendo más fuertes y lastimeras a medida que nos movíamos. En su libro De qué hablo cuando hablo de correr, Haruki Murakami dice que cuando uno corre con otra gente “se puede distinguir fácilmente a los principiantes de los veteranos. Los que respiran a bocanadas cortas y jadeando son los principiantes, en tanto que los veteranos lo hacen de modo silencioso y regular. Sumidos en sus pensamientos, su corazón les va marcando lentamente el tiempo. Cuando nos cruzamos por los caminos, uno capta el ritmo respiratorio del otro y percibe cómo el otro marca el tiempo”.
Muy lindo, muy poético lo de Murakami, pero no me preguntes cómo estaba yo respirando en ese momento porque no tengo la menor idea. Lo haría tan fuerte como la gente que me rodeaba, supongo. Atrás de mí, una señora bajita se quejaba de que la subida a la autopista en Constitución la había agotado. “Pasa que no se puede poner semejante subida al principio de la carrera. Así no hay forma de llegar”, le decía a uno que la acompañaba y que, sin aire para emitir opinión, solo movía la cabeza como asintiendo. Por suerte, los lamentos de la señora fueron cada vez más leves, hasta que se dejaron de oír. (Digo “por suerte” porque yo también la estaba pasando mal. Y lo que menos necesitaba en ese momento era escuchar lamentos). Además de los jadeos, lo que tampoco desaparecía era las imágenes: quienes abandonaban el circuito y enfilaban para la carpa de la Cruz Roja agarrándose de acá con cara de "¡cómo me duele!", quienes dejaban de correr y empezaban a caminar, quienes me pasaban como si fuera una torre de iluminación...
En medio de esa sobredosis de estímulos externos, decía, algo indefinido, entre la cintura y los pies, me empezó a molestar. Al principio no le di mayor importancia hasta que en un momento pisé mal y el dolor por un instante se hizo agudo y preciso. Me dolía la panza, justo arriba de los genitales. Mucho. Al principio me generó confusión. ¿Qué es esto? ¿Por qué me duele? ¿Me habré lesionado? Era un dolor poderoso, que no había sentido jamás en el entrenamiento, que no esperaba. A la sorpresa inicial le siguieron la preocupación y la incertidumbre.


El pequeño Stevie vuelve al otorrino
Una semana después de la primera visita, la mamá llevó a Stephen King de nuevo al especialista en oídos: “otra vez estaba de costado sobre la camilla, con el paño absorbente debajo de la cabeza. El doctor de nuevo produjo ese olor a alcohol (un olor que todavía asocio, supongo que como tanta otra gente, con el dolor y la enfermedad y el terror). Y reapareció la larga aguja. Otra vez el doctor me aseguró que no me dolería. Y otra vez le creí. No del todo, pero lo suficiente como para quedarme quieto mientras la aguja se metía en mi oído. Dolió. De hecho, dolió casi tanto como la primera vez. El sonido de beso en mi cabeza fue más fuerte que la vez anterior. Esta vez fue como un beso gigante, como de lenguas que chupan y se contornean. “Liiiiisto - dijo la enfermera cuando ya todo había pasado y yo estaba echado, llorando en un charco de pus aguachento. Solo duele un poquiiiiiiito. Y vos no querés quedarte sordo, no? Yaaaaaastá”.

El dolor abdominal durante mi primer maratón no se terminó luego de esa mala pisada. Solo bajó un poco en intensidad, me acompañó hasta que crucé la meta y no desapareció hasta un par de días después de la carrera. Habían pasado muchos meses desde ese episodio cuando me enteré de que mi experiencia no había tenido nada de misterioso ni extraordinario. Tal como le pasó al pobre Stephen King cuando estaba en primer grado, nadie me dijo lo que de verdad iba a pasar, aunque fuera algo bien sabido. Enterate: cuando uno corre una carrera, en algún momento la va a pasar mal.
Me terminé de convencer de que el episodio abdominal no había sido taaaaan loco cuando leí la historia de Brian Barraza contada por su entrenador Steve Magness. Cuando Barraza era un estudiante de primer año en la Universidad de Houston, tuvo la oportunidad de calificar para el campeonato nacional de 10 km en Estados Unidos. Pero en lugar de terminar dentro de los 10 mejores, como había hecho todo el año, llegó en el puesto 28 y la pasó mal durante toda la carrera. “Me dolió un montón. En ningún momento pude sentirme cómodo”, le dijo a Magness. El entrenador se pasó un año trabajando con Barraza. Además de la preparación física, buscaron la manera de que Barraza aceptara que cada carrera y cada sesión de entrenamiento intenso iban a ser dolorosas. Que aprendiera a sentirse cómodo con la incomodidad y el sufrimiento. Un año después de su estrepitoso fracaso, Barraza volvió a la misma carrera. Terminó cuarto. No solo le había ido mucho mejor que la vez anterior, sino que había vivido la experiencia de otra forma. Cuando las cosas se pusieron mal de verdad, Barraza no trató de negar el dolor ni de combatirlo. En vez de estresarse u obsesionarse con el sufrimiento, se dijo que lo que le estaba pasando era normal. Y así logró volver a relajarse.

¿Y ahora qué hago?
Hace poco aprendí que si quiero hacer algo bien, tengo que practicar una y mil veces. Que emprender algo nuevo no es de una vez y para siempre, sino que necesito trabajar mucho. Así que no puedo sentarme a comer pringles con la medalla del año pasado colgada del cuello (¡maldición!). En 2016 pude correr 42 kilómetros por primera vez. Ahora, si quiero correr bien un maratón (o, por lo menos, mejor que el año pasado), tengo que volver a correr uno. Pero hay un detalle que lo cambia todo: a diferencia de lo que ocurrió el año pasado, esta vez sé que me va a doler.  Y si no son los abdominales, habrá otra cosa que va a hacer que la pase mal.
Diego Frenkel recuerda a una mujer que le sugirió hacerse amigo del dolor. Bueno, quizás yo no necesite hacerme amigo amiguísimo. Pero por lo menos debería poder convivir con él sin querer extirparlo o largar todo a la mierda, pedir un Uber y volver a casa en medo del recorrido. Quiero aprender a reconocer que está, sentirlo cuando aparezca, y luego no combatirlo, sino más bien dejarlo en paz. En vez de poner la energía en ese tremendo dolor justo ahí que me sale justo ahora y que yo sabía que no tenía que haber hecho esto y lo otro y que todo es culpa de que anoche dormí mal y qué mal que la estoy pasando, ponerla en hacer eso que sé hacer, eso que estuve entrenando, eso que tanto me gusta y que (aunque esa parte no me guste tanto), incluye al propio dolor. Porque esta vez sé que la piedra en la zapatilla (o ese dolor justo ahí) no va a desaparecer. Pero yo puedo elegir cómo me llevo con esa piedra. Si la relación es como la que tuve con el dolor abdominal del año pasado, nos vamos a llevar como el orto. Quisiera que cuando la vocecita interior prenda los reflectores, los apunte al filo de la piedrita y me grite: “mirá, tarado, esa piedra que tenés ahí te está haciendo doler como si te hubieras puesto a saltar sobre una aguja”, yo pueda decir “sí, ya sé, viajamos juntos”, y seguir andando. Porque, a fin de cuentas (como dice Anne Lamott en Pájaro a pájaro), está todo bien con las vocecitas interiores que me recuerdan lo que está mal. Podría pasarme horas escuchándolas y comiéndome la cabeza. Pero seguramente en algún momento, con la piedrita aún moviéndose en las zapatillas, voy a querer dedicar mi energía a algo más productivo.

Saber que uno la va a pasar mal y entrenarse en eso de convivir con el dolor. No parece una idea muy compleja. Pero una cosa es entender una idea y otra es hacerla propia. Por ahora la entiendo y estoy tratando de adueñarme de ella. Cuando tenga novedades, te cuento.

Ah, ya que estamos: Stephen King volvió a visitar al médico de los oídos una tercera vez. Si querés saber qué pasó, la historia está en su libro Mientras escribo [On Writing], una obra maravillosa. Hasta la próxima. Entretanto, si este texto te hace enojar, te gusta o te llama a decir algo, por favor hablá acá abajo. Y si te parece que este blog le puede interesar a alguien que conocés, por favor compartilo. Gracias.