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sábado, 19 de agosto de 2017

Dolor


 La primera mentira
“El lugar olía fuerte a alcohol. Cuando el especialista en oídos abrió el esterilizador hubo un chirrido. Al ver la aguja en su mano (era tan larga como la regla que yo llevaba en mi cartuchera) me puse tenso. El doctor sonrió con una sonrisa que transmitía confianza y dijo la mentira por la que los médicos deberían ir presos (y con condena doble para los que mientan a un chico): 'Relajate, Stevie, no te va a doler'. Le creí. Deslizó la aguja dentro de mí oído y me pinchó el tímpano. Jamás sentí un dolor tan fuerte en mi vida. Lo único que se le acerca es cuando una camioneta me atropelló en 1999. Ese dolor duró más, pero no fue tan intenso. El pinchazo en el tímpano produjo un dolor más allá de todo. Grité. Adentro de mi cabeza hubo un fuerte sonido, como de beso. Del oído me empezó a salir un líquido caliente, como si estuviera llorando por el agujero equivocado. Dios sabe que, a esa altura, ya estaba llorando lo suficientemente fuerte por los agujeros correctos”.

Por lo que recuerda, la primera vez que Stephen King fue al otorrinolaringólogo no la pasó muy bien. Al lado de lo del pobre Stephen, el dolor que sentí durante mi primer maratón no fue nada. Sin embargo, ahí estaba. Empezó como algo sutil. Una molestia imprecisa en algún lugar de la cintura para abajo. Hacía poco que había pasado el control del kilómetro 21 y a esa altura de la carrera ya no se oía tanta gente charlando. La masa avanzaba un tanto desperdigada y silenciosa, salvo por algunas respiraciones que se fueron haciendo más fuertes y lastimeras a medida que nos movíamos. En su libro De qué hablo cuando hablo de correr, Haruki Murakami dice que cuando uno corre con otra gente “se puede distinguir fácilmente a los principiantes de los veteranos. Los que respiran a bocanadas cortas y jadeando son los principiantes, en tanto que los veteranos lo hacen de modo silencioso y regular. Sumidos en sus pensamientos, su corazón les va marcando lentamente el tiempo. Cuando nos cruzamos por los caminos, uno capta el ritmo respiratorio del otro y percibe cómo el otro marca el tiempo”.
Muy lindo, muy poético lo de Murakami, pero no me preguntes cómo estaba yo respirando en ese momento porque no tengo la menor idea. Lo haría tan fuerte como la gente que me rodeaba, supongo. Atrás de mí, una señora bajita se quejaba de que la subida a la autopista en Constitución la había agotado. “Pasa que no se puede poner semejante subida al principio de la carrera. Así no hay forma de llegar”, le decía a uno que la acompañaba y que, sin aire para emitir opinión, solo movía la cabeza como asintiendo. Por suerte, los lamentos de la señora fueron cada vez más leves, hasta que se dejaron de oír. (Digo “por suerte” porque yo también la estaba pasando mal. Y lo que menos necesitaba en ese momento era escuchar lamentos). Además de los jadeos, lo que tampoco desaparecía era las imágenes: quienes abandonaban el circuito y enfilaban para la carpa de la Cruz Roja agarrándose de acá con cara de "¡cómo me duele!", quienes dejaban de correr y empezaban a caminar, quienes me pasaban como si fuera una torre de iluminación...
En medio de esa sobredosis de estímulos externos, decía, algo indefinido, entre la cintura y los pies, me empezó a molestar. Al principio no le di mayor importancia hasta que en un momento pisé mal y el dolor por un instante se hizo agudo y preciso. Me dolía la panza, justo arriba de los genitales. Mucho. Al principio me generó confusión. ¿Qué es esto? ¿Por qué me duele? ¿Me habré lesionado? Era un dolor poderoso, que no había sentido jamás en el entrenamiento, que no esperaba. A la sorpresa inicial le siguieron la preocupación y la incertidumbre.


El pequeño Stevie vuelve al otorrino
Una semana después de la primera visita, la mamá llevó a Stephen King de nuevo al especialista en oídos: “otra vez estaba de costado sobre la camilla, con el paño absorbente debajo de la cabeza. El doctor de nuevo produjo ese olor a alcohol (un olor que todavía asocio, supongo que como tanta otra gente, con el dolor y la enfermedad y el terror). Y reapareció la larga aguja. Otra vez el doctor me aseguró que no me dolería. Y otra vez le creí. No del todo, pero lo suficiente como para quedarme quieto mientras la aguja se metía en mi oído. Dolió. De hecho, dolió casi tanto como la primera vez. El sonido de beso en mi cabeza fue más fuerte que la vez anterior. Esta vez fue como un beso gigante, como de lenguas que chupan y se contornean. “Liiiiisto - dijo la enfermera cuando ya todo había pasado y yo estaba echado, llorando en un charco de pus aguachento. Solo duele un poquiiiiiiito. Y vos no querés quedarte sordo, no? Yaaaaaastá”.

El dolor abdominal durante mi primer maratón no se terminó luego de esa mala pisada. Solo bajó un poco en intensidad, me acompañó hasta que crucé la meta y no desapareció hasta un par de días después de la carrera. Habían pasado muchos meses desde ese episodio cuando me enteré de que mi experiencia no había tenido nada de misterioso ni extraordinario. Tal como le pasó al pobre Stephen King cuando estaba en primer grado, nadie me dijo lo que de verdad iba a pasar, aunque fuera algo bien sabido. Enterate: cuando uno corre una carrera, en algún momento la va a pasar mal.
Me terminé de convencer de que el episodio abdominal no había sido taaaaan loco cuando leí la historia de Brian Barraza contada por su entrenador Steve Magness. Cuando Barraza era un estudiante de primer año en la Universidad de Houston, tuvo la oportunidad de calificar para el campeonato nacional de 10 km en Estados Unidos. Pero en lugar de terminar dentro de los 10 mejores, como había hecho todo el año, llegó en el puesto 28 y la pasó mal durante toda la carrera. “Me dolió un montón. En ningún momento pude sentirme cómodo”, le dijo a Magness. El entrenador se pasó un año trabajando con Barraza. Además de la preparación física, buscaron la manera de que Barraza aceptara que cada carrera y cada sesión de entrenamiento intenso iban a ser dolorosas. Que aprendiera a sentirse cómodo con la incomodidad y el sufrimiento. Un año después de su estrepitoso fracaso, Barraza volvió a la misma carrera. Terminó cuarto. No solo le había ido mucho mejor que la vez anterior, sino que había vivido la experiencia de otra forma. Cuando las cosas se pusieron mal de verdad, Barraza no trató de negar el dolor ni de combatirlo. En vez de estresarse u obsesionarse con el sufrimiento, se dijo que lo que le estaba pasando era normal. Y así logró volver a relajarse.

¿Y ahora qué hago?
Hace poco aprendí que si quiero hacer algo bien, tengo que practicar una y mil veces. Que emprender algo nuevo no es de una vez y para siempre, sino que necesito trabajar mucho. Así que no puedo sentarme a comer pringles con la medalla del año pasado colgada del cuello (¡maldición!). En 2016 pude correr 42 kilómetros por primera vez. Ahora, si quiero correr bien un maratón (o, por lo menos, mejor que el año pasado), tengo que volver a correr uno. Pero hay un detalle que lo cambia todo: a diferencia de lo que ocurrió el año pasado, esta vez sé que me va a doler.  Y si no son los abdominales, habrá otra cosa que va a hacer que la pase mal.
Diego Frenkel recuerda a una mujer que le sugirió hacerse amigo del dolor. Bueno, quizás yo no necesite hacerme amigo amiguísimo. Pero por lo menos debería poder convivir con él sin querer extirparlo o largar todo a la mierda, pedir un Uber y volver a casa en medo del recorrido. Quiero aprender a reconocer que está, sentirlo cuando aparezca, y luego no combatirlo, sino más bien dejarlo en paz. En vez de poner la energía en ese tremendo dolor justo ahí que me sale justo ahora y que yo sabía que no tenía que haber hecho esto y lo otro y que todo es culpa de que anoche dormí mal y qué mal que la estoy pasando, ponerla en hacer eso que sé hacer, eso que estuve entrenando, eso que tanto me gusta y que (aunque esa parte no me guste tanto), incluye al propio dolor. Porque esta vez sé que la piedra en la zapatilla (o ese dolor justo ahí) no va a desaparecer. Pero yo puedo elegir cómo me llevo con esa piedra. Si la relación es como la que tuve con el dolor abdominal del año pasado, nos vamos a llevar como el orto. Quisiera que cuando la vocecita interior prenda los reflectores, los apunte al filo de la piedrita y me grite: “mirá, tarado, esa piedra que tenés ahí te está haciendo doler como si te hubieras puesto a saltar sobre una aguja”, yo pueda decir “sí, ya sé, viajamos juntos”, y seguir andando. Porque, a fin de cuentas (como dice Anne Lamott en Pájaro a pájaro), está todo bien con las vocecitas interiores que me recuerdan lo que está mal. Podría pasarme horas escuchándolas y comiéndome la cabeza. Pero seguramente en algún momento, con la piedrita aún moviéndose en las zapatillas, voy a querer dedicar mi energía a algo más productivo.

Saber que uno la va a pasar mal y entrenarse en eso de convivir con el dolor. No parece una idea muy compleja. Pero una cosa es entender una idea y otra es hacerla propia. Por ahora la entiendo y estoy tratando de adueñarme de ella. Cuando tenga novedades, te cuento.

Ah, ya que estamos: Stephen King volvió a visitar al médico de los oídos una tercera vez. Si querés saber qué pasó, la historia está en su libro Mientras escribo [On Writing], una obra maravillosa. Hasta la próxima. Entretanto, si este texto te hace enojar, te gusta o te llama a decir algo, por favor hablá acá abajo. Y si te parece que este blog le puede interesar a alguien que conocés, por favor compartilo. Gracias.