De cómo elegí El Durazno: ganas de más y mejor
Octubre de 2015
Luego de correr por primera vez fuera de la ciudad a principios
de 2015, me decidí a participar en una segunda competición en este tipo de circuitos no urbanos. Aquella primera
carrera, de 10 km. en las sierras de Tandil, tuvo lugar un día de
muchísimo calor y con gran cantidad de participantes. Si bien la
experiencia había sido muy buena, para esta nueva etapa
quise buscar una fecha con temperaturas no tan extremas, una
distancia mayor y un circuito menos concurrido.
Después de investigar un poco, encontré una carrera que parecía
interesante: la
Black Rock Ultra Trail, que se correría en la zona
de
El Durazno, cerca de la localidad de Villa Yacanto, en la Provincia
de Córdoba, Argentina. Se podía participar en 4 distancias: 5, 12, 18 y 28 kilómetros. En comparación con nuestra
carrera anterior, esta parecía menos concurrida y el hecho de que
hubiera cuatro recorridos para elegir nos daba mucha libertad. No era
una carrera para expertos corredores de cientos de kilómetros, sino
algo que parecía más a nuestro nivel. Así fue que mi pareja y yo
nos inscribimos. Lo que sigue es la crónica de ese viaje.
El entrenamiento: soy un boludo
Noviembre de 2015
Nunca me gustaron
los deportes y no tengo un buen estado físico. Por eso, decidí
entrenar durante dieciséis semanas, como para llegar a la carrera en
buenas condiciones. No quería llegar mal preparado al día de la largada.
Esta idea inicial era buena, pero en el camino surgieron algunos obstáculos. Poco después de empezar a prepararme, haciendo
ejercicios en casa
me rompí los meniscos de la rodilla derecha. La
lesión me obligó a cambiar algunos de los ejercicios de
fortalecimiento que estaba haciendo (flexionar al límite la pierna
derecha, como por ejemplo cuando estoy sentado con las piernas
cruzadas, se convirtió en un problema), pero correr no me producía
dolor ni molestias. Luego de tomar una radiografía y hacer una
resonancia magnética, la indicación médica fue que, mientras no
doliera, podía seguir adelante.
Cometí un error al elegir el plan de entrenamiento: opté por
un programa diseñado para mejorar los tiempos en media maratón. Mi
razonamiento al elegir este plan había sido el siguiente: ya había
corrido dos medias maratones y conocía el tiempo que tardaba en
recorrer esa distancia; la carrera de montaña era de una distancia
un poco menor (18 km. en vez de los 21 km. de la media maratón). Si
elegía un plan de entrenamiento más exigente que el que había
usado en las dos medias maratones y lo cumplía con éxito, lograría
desarrollar un mejor estado físico, y, por lo tanto, estaría bien
preparado para enfrentar la distancia que, después de todo, era de
solo 18 km. ¿No es cierto?
16 de febrero de
2016
No, no era cierto.
La lección llegó de manera violenta: cuando faltaban tres semanas
para la carrera, una mañana amanecí con las piernas duras,
totalmente rígidas. Dos días antes, confiado en lo que yo creía
que era un gran estado físico logrado con tres meses de
entrenamiento, había decidido remplazar la última corrida larga de 21 km. en
el llano (los que saben, a esas corridas largas les dicen “fondo”)
con 15 km. de trote en pendiente, que incluían unos modestos 6 km.
en la montaña. Quedé arruinado por una semana. Apenas podía
caminar. Las escaleras se convirtieron en obstáculos insalvables.
Cuando se lo conté a un amigo que corre de verdad, fue contundente:
obvio, boludo, ¡no hiciste una sola cuesta en todo el entrenamiento!
Así aprendí que si uno va a correr una
carrera en la montaña, tiene que entrenar... ¡para correr en
montaña! Ahora me parece obvio, pero en su momento no. Y era demasiado tarde como para introducir cambios significativos.
Camino a El Durazno: asientos de lujo y milanesas
de goma
3 y 4 de marzo de 2016.
Tres días antes de
la carrera viajamos hacia Córdoba. A El Durazno se llega por ruta.
No hay estaciones de tren ni aeropuertos cerca. Salimos
desde Retiro
en un viaje nocturno a bordo de un bus con servicio suite, de una
empresa elegida al azar entre las varias que realizan el recorrido
hasta Santa Rosa de Calamuchita, lugar de trasbordo hacia El Durazno.
El viaje desde
Buenos Aires fue muy placentero. Un par de horas después de partir se anunció por los parlantes que
en unos instantes se serviría la cena, momento durante el cual no
sería posible usar el baño. Mi novia y yo estábamos en el piso
superior. Mientras el auxiliar de a bordo empezaba con el servicio de
cena, mi pareja bajó al baño. Cuando volvió, el auxiliar le puso
los puntos. Yo soy bueno y no tengo problema, dijo, pero mientras se
sirve la comida no se puede usar el baño. No hay que molestar a la
gente que viaja abajo. Yo soy bueno, repitió, pero otros auxiliares
te van a reputear si lo hacés. Perdón, perdón, dijo ella mientras
se sentaba de nuevo en su asiento y el hombre encastraba una gran
bandeja plástica en dos agujeros ubicados a cada lado de su asiento.
Sobre la estructura, que impedía que los maleducados fueran al baño
cuando estaba prohibido (yo soy bueno), el muchacho apoyó una
bandeja más chiquita con la cena. Ahora sí, no había escapatoria.
Sólo quedaba comer.
Dos cucharadas de
arroz blanco frío hervido acompañado por media docena de arvejas
y unas trazas de zanahoria rallada, una lámina gomosa e irrompible
cubierta con pan rallado (quizás hubiera sido útil para corredores
que necesitaran un cambio de suelas); de postre, una feta
finiiiiiiiiiiiiita de pionono con dulce de leche con una bolita roja
de gelatina en el medio. Acompañamos la comida con un poco de agua. También había gaseosas azucaradas de una primera marca. Mientras llenaba los vasos, el bueno nos hizo saber que solo tenía tres días libres por mes. Buen provecho. Para finalizar
nos ofreció café, whisky y licor -de no tan primeras marcas- que se
llevaban muy mal con su camisa blanca.
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| Desayuno en la terminal de Villa Yacanto |
Los asientos, reclinables casi 180
grados, incluían manta y almohada. Dormimos toda la noche. Por la mañana, el bueno de la
camisa casi blanca sirvió el desayuno: café instantáneo y un
alfajor guaymallén. El edulcorante te lo debo. Casi a las ocho
llegamos a Santa Rosa de Calamuchita. Tras bajar, tomamos un segundo desayuno en el bar de la terminal: café con leche,
caseritos, una manzana y yogur. Un rato después estábamos subiendo a un minibús con el que
cubrimos el trayecto
de 50 minutos hasta Villa Yacanto. El
último tramo del viaje, desde Yacanto hasta El Durazno, fue en taxi.
Llegamos a la posada. Antes de despedirse, el taxista nos dio su
tarjeta: acá no hay señal de celular, así que si me necesitan
pidan prestado el teléfono del restaurante.
El lugar: reconocimiento y preparativos
5 de marzo de 2016.
El día previo a la
carrera lo usamos para recorrer el lugar. Por la tarde, cada uno por
su lado, Anna y yo salimos a trotar alrededor del poblado. Así descubrimos que el circuito estaba identificado con marcas rojas, bien visibles. Nos
encontramos media hora después en el único camino de acceso. Ese
mismo día empezaron a llegar los participantes.
La largada sería en
dos grupos: un primer turno para quienes participaban en las
distancias de 28 km. y 18 km, y un segundo para los de 12 km. y 5 km.
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| El recorrido, bien marcado |
6 de marzo
El día de la carrera, bien temprano, nos acercamos al
complejo Kalahuasi. Allí, en una especie de gran quincho a orillas del
río Durazno, estaba montada la mesa de acreditaciones. Los
organizadores nos entregaron una bolsa con una remera (habíamos
elegido el talle al inscribirnos por internet), el número de
participante con cuatro ganchitos para colocarlo, un
envase de 200 cm3 de jugo de naranja, un paquete con frutos secos
(almendras, maníes y pasas de uva), una pulsera de papel para
identificar a los participantes dentro del predio y un volante con el
calendario de carreras del año. Me gustó que no hubiera comida
chatarra, como suele ocurrir en muchas de las carreras que se
realizan en la ciudad de Buenos Aires.
Como aún faltaban
casi tres horas para la largada, volvimos a la posada para desayunar.
Lo malo de correr fuera de nuestra ciudad es que a veces uno no puede
alimentarse exactamente como quisiera. Lo bueno es que quizás esa
comida no deseada resulta riquísima: pan casero con manteca y dulce
de leche, mate, queso duro y una banana fue nuestro desayuno. Mi equipo:
calzas cortas, medias hasta la rodilla, mochila cargada con casi dos
litros de agua, almendras y un poco de pan.
La largada: incertidumbre y promesa de choripán
Antes de la largada,
la organizadora Tania Díaz Slater dio un informe técnico con
información sumamente útil. Mientras algunos se quedaban charlando
en el quincho, muchos se juntaron alrededor de la oradora,
quien dio detalles como la ubicación de los puestos de hidratación,
las características del terreno, los sitios donde se ubicaban los banderilleros,
etc. Esto se hizo para cada uno de los circuitos (5, 12, 18 y 28
km.). En esa charla inicial, Díaz Slater enfatizó la importancia de
no tirar basura a lo largo del recorrido. En otras carreras de este
tipo este pedido no se hace, pues se asume que la gente no va a
acatarlo.
Había decidido
tomar el esfuerzo con calma. Nunca había corrido 18 kilómetros en
montaña y no estaba seguro de cómo reaccionaría mi cuerpo en un
circuito que la organizadora calificó como “exigente”. El
objetivo que me puse fue terminar la carrera en buena forma, sin
pensar en lograr un tiempo específico. No iba a controlar la
velocidad. Sólo programé una alarma cada 15 minutos para recordarme
que debía beber un poco de líquido. Los dos litros que llevaba en
la espalda eran más que suficiente, aún teniendo en cuenta que
hacía bastante calor. En mi cabeza quedaron rebotando las palabras
de la organizadora: “la recomendación en este tipo de circuitos es
ir de menos a más; no se entusiasmen demasiado al comienzo; guarden
sus energías para el final”. Con esa mentalidad me acomodé en el
pelotón de largada.
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| La salida de El Durazno |
Arranqué último. A
unos quinientos metros de la línea de partida, mientras entrábamos
en una primera subida leve que nos llevaría hacia la salida del
pueblo, una señora gritaba frenética: ¡suerte, chicos, vamos!
¡Vamos que los espero a la vuelta! ¡Vendo
choripanes y cerveza! No
sé si fue el calor o los nervios o qué, pero la imagen de un
choripán y una cerveza me dio ganas de vomitar.
La carrera: tirá para arriba
Los primeros siete
kilómetros fueron bravos. Subidas largas y empinadas, a veces en
forma de zeta, otras simples e interminables rectas. Aproveché los
breves tramos horizontales o en bajada para recuperar el aire y
tratar de bajar las pulsaciones. Al llegar al kilómetro 6 empecé a
oír a algunos que se preguntaban dónde estaba el anunciado puesto
de hidratación del kilómetro 6,5. Con el terreno empinado y con
curvas, la distancia visual no era mucha. El puesto podría estar
tras la próxima curva... o no. Tras pasar el punto donde
supuestamente estaba el puesto sin novedad, yo también empecé a
preguntarme qué estaba pasando. La cuestas seguían siendo marcadas
y hacía calor. ¿Cuánto más habría que andar hasta la primera
pausa?
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| Km 7: Nada por aquí, nada por allá. ¿Dónde está el puesto? |
-Ves, eso nos faltó,
dijo una chica pocos metros detrás de mí cuando me detuve unos
segundos para tomar una foto. ¿Qué?, dijo una segunda voz, haciendo
un esfuerzo para hablar. Eso nos faltó, repitió molesta y
en voz baja la chica, como tratando de que nadie la oyera. ¿Qué
cosa?, dijo el hombre en un hilo de voz, no tanto para ser discreto
sino porque a esa altura de la subida no tenía aire como para
ponerse a charlar con nadie. La camarita, dijo ella. Así podríamos
parar un poco. El hombre no contestó. Unos minutos después dijo,
más para sí mismo que para la mujer: vamos, vamos que estamos casi
en la mitad. De hecho aún quedaban más de dos tercios del recorrido
por delante. Pensé en alertar al hombre de su error, pero después descarté la idea. Ya descubriría por sí mismo que todavía estaba lejos de la meta.
Pocos minutos más adelante, al costado del camino apareció una
mesita. Habíamos andado más de 7 kilómetros. Detrás de la mesa,
dos chicos con muy buena onda repartían agua y bebidas deportivas
frescas. Había también trozos de bananas y naranjas
en cuartos. Llegar a ese puesto fue un alivio. Estaba cansado y, por
las caras que veían alrededor de la mesa, no era el único.
Algo más adelante,
un arroyo atravesaba el circuito y obligaba a avanzar con el agua
hasta las rodillas. Inseguro, me detuve en la orilla. En medio del
río, una mujer bajita avanzaba despacio, zapatillas en mano. A mi
lado un hombre empezaba a quitarse el calzado. El agua,
transparente, dejaba ver las filosas piedras del lecho. Ni en pedo,
pensé. Prefiero mojarme antes que terminar con un pie cortado. Entré
en el agua. Estaba bastante fría (el agua que llevaba en la espalda, en cambio, se había ido entibiando con el calor de mi cuerpo y el sol), así que aproveché para beber un
poco y mojarme la cabeza. Si bien no era sofocante, a esa altura del
recorrido (estábamos aproximadamente en el kilómetro 15), el calor
se hacía sentir; el cansancio también.
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| Km 16. ¡Almendritas! |
Hubo algo en el
cruce de ese arroyo que me hizo sentir muy bien. Quizás era
la sensación de aventura, quizás el agua fresca bajando desde mi cabeza, o tal vez simplemente fuera que las
endorfinas
habían entrado en acción. Sea lo que fuere, la llegada al puesto
del kilómetro 16 me encontró de muy buen humor. Cuando creía que
las cosas no podrían estar mejor, vi que el puesto,
además de ofrecer bebidas y frutas frescas, tenía frutos secos
salados, pasas de uva y galletas. ¡Excelente! El lugar marcaba
también la bifurcación del camino: hacia la derecha debían seguir
quienes se aventuraban a los 28 kilómetros. A la izquierda iríamos
los que participábamos en el circuito de 18.
Llegada: medalla, foto y papas fritas
Tras una nueva subida, la
mayor parte del trayecto restante fue en leve pendiente descendente.
Atrás quedaron los últimos voluntarios (que recorrían el circuito
verificando que no hubiera participantes en problemas) y la pareja de
bomberos apostada en la última bifurcación del camino. De pronto apareció un corredor, jadeando, que al ver a los bomberos les preguntó si ya habían
cruzado por allí muchos corredores del circuito de 28 km. Los
bomberos no tenían ni idea (¿por qué habrían de tenerla?). El tipo, estresado, desapareció tan rápido como había llegado.
Poco después surgieron los
gritos de aliento y la música. Estábamos por llegar al final. A lo largo de los últimos doscientos metros, quienes ya habían terminado daban ánimo a los que todavía estábamos en carrera. Al cruzar la
meta, mientras alguien me colgaba una medalla en el cuello, un
locutor anunciaba mi nombre y se disculpaba por no poder pronunciar
el apellido. La historia de mi vida, pensé. Un chico me indicó
dónde había un nuevo puesto con comida y bebida. Entre anuncio y
anuncio de quienes iban llegando, la voz repetía el pedido hecho al inicio para que la gente no tirara basura al piso. Ahí me di cuenta de que, a diferencia de lo que había ocurrido el año anterior en Tandil, en esta carrera la cantidad de desperdicios que encontré fue mínima (dos botellas y dos
envases de gel). Me quedé con la
sensación de que si la organización destaca la importancia de no ensuciar el paisaje, los
participantes se hacen cargo, guardan la basura (envases
usados de gel, envoltorios de caramelos, etc.) en sus bolsillos y
llevan las botellas vacías en sus manos hasta el siguiente puesto.
Terminé cansado,
pero entero y muy feliz. No tenía energía como para quedarme a ver
la entrega de premios. Tras correr sus 5 km., Anna había llegado
mucho antes que yo. Ya bañada y cambiada, estaba tomando sol en la
playa. Tras el reencuentro, charlamos sobre cómo le había ida a
cada uno. Luego ducha, juntar nuestras cosas y empezar la vuelta a
casa. Nos fuimos de El Durazno en la caja de una camioneta que nos
levantó mientras hacíamos dedo para salir del pueblo. Nunca vimos a
la señora que ofrecía la cerveza con chori que casi me hace vomitar
en la largada. Al llegar a Villa Yacanto, mientras esperábamos el
primer bus, compartimos un lomito completo (sándwich de carne, lechuga, tomate, jamón y queso, en pan francés)
acompañado por papas fritas y una
pilsen Córdoba. Fue una manera fabulosa de cerrar el fin de semana. El Durazno nos dejó muy contentos, y con ganas de volver.
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